miércoles, 7 de noviembre de 2012

No soy de achuchones

No soy de achuchones, para quien no se haya dado cuenta. Tengo la seguridad de que todo tiene origen en un supuesto trauma infantil. La última vez que mi madre me dió un abrazo fue porque estaba pensando en otra persona que no podía dárselo. Me lo dijo. La última vez que mi padre me dió un abrazo... Mi padre nunca me ha dado un abrazo. La última vez que me dieron un abrazo fue muy forzado y no supe qué hacer con los brazos. La última vez que me dieron un beso fue por compromiso. Y en el aire, a dos milímetros de la mejilla, aderezado con un ruido de palomitas reventando igual que forzado que el abrazo de la frase anterior.
Lo cierto es que te acostumbras a que las únicas manifestaciones de afecto tangibles sean un apretón en la nariz. Te acostumbras a saber hacer ver que eso y lo que vaya más allá te molesta, porque no te gusta que te toquen y  lo consideras completamente prescindible. Te acostumbras a lo que consideras una insignificante sensación de vacío interior y a nimiedades similares como que careces de algo. Ridículas nimiedades que no son más que la punta de un iceberg de lo que no es un insignificante vacío interior, sino un cráter pustuloso de insondable magnitud. Si tienes un parche de látex y algo de relleno para cojines, quizá puedas cubrirlo.
Y acostumbrarte. Y seguir haciendo como si no pasara nada. Nimiedades.