martes, 21 de agosto de 2012

Alter ego.


Impotencia. La necesidad de expulsar algo que ni si quiera sabes que es, pero que te carcome desde dentro, te atormenta, y te hace saber a cada milésima que esta ahí. Cómo se puede ser tan palpable y tangible y a la vez no existir. Es una sensación extraña. No me pasa a menudo. Es horrible y siempre termina mal. O, a decir verdad, ni siquiera empieza.
Sentir que se te escapa la vida entre los dedos como brisa marina que te acaricia al pasar. Es muy sobrecargado. Muy poco mío. Me gusta el viento. El número ocho y las caras tristes. Escribir.
Cómo decir nada diciéndolo todo. Lo siento. De verdad siento haberte sido tan cobarde, me digo. Si fueras más lista, más guapa, más valiente, quizá nos hubiéramos podido acercar, y decir alguna frase ingeniosa que no implicara gustos culinarios.
Pero ni siquiera hicimos eso. Tú y yo no nos llevamos bien. No quisiste. Siempre queremos cosas distintas. A veces pienso que deberíamos separarnos. Sé una forma, pero ni siquiera tengo esperanzas de que funcionara.
En fin.
Supongo que lo mejor será que sigamos con tu mediocre vida. Al menos me dejas salir de vez en cuando, en forma de letras, confeccionándome entre párrafos y sintiéndome entre frases.
Soy palabras. Lo más real que estaré nunca de ser soy palabras.
Y mientras no me conforme con eso, tan sólo tendré tu cabeza. Todo lo que hay dentro de ti. Tus sentimientos, tus ideas, tus pensamientos. Yo seré tu yo más profundo. Tu alter ego.


domingo, 12 de agosto de 2012

Adiós.

Adiós.
Abro la puerta. Cuatro zancadas largas. Pulso el botón. El ascensor, obediente, atiende a la llamada de inmediato. Sube a su ritmo, sin prisa. Tiro entonces de él.
Dentro, huele a pan. Es seguro que de la "boulangerie" francesa de abajo del edificio. La odio. Esa detestable y rechonchita mujer pelopolla, sólo hace que preparar a diario su ejército de pequeños pastelitos de colores, formas, tamaños y ingredientes distintos a gusto de sus serviciales clientas ancianas. Viejas.
En Barcelona sólo hay viejas.
Sigo en el ascensor. Le sonrío al espejo.
No, que asco, mejor con la cara triste. Me gusta la cara triste. La que se te queda al haber llorado, los ojillos cristalinos y las mejillas empapadas, el dulce olor a sal, la respiración agitada.
Estoy como una puta chota.
0. Empujo el armatoste que me oprime con su pesada losa, y salgo al exterior.
Pasillo. Luz. Puerta. Viejas. Banco. Asfalto. Viejas, banco, asfalto.
Y así hasta la saciedad.
El perro estropajoso que acapara el carril bici no tiene ojos. Se camuflan bajo su encrespado pelo, de tirabuzones, con rojizos y con caída triste. Pésimo. Pelopolla. El dueño, calvo tendría una peluca y taparrabos incluido a juego con el de la francesa.
Me río. Me ha visto. Sonríe.

No encontré el parque. A decir verdad tampoco quería ir.
Acabé andando sin reglas, por dónde tenía que ir. Por dónde sí quería ir. Siguiendo los recargados farolillos que vestían  de gala la avenida. Viendo nada al mismo tiempo que veía todo. Estando sin estar.
Ahora, pero, las viejas si saben que estoy y me miran. No les gusta que este en el banco de enfrente.
Me voy detrás del hombre americano que vociferando, guía a su familia. Me uno al rebaño.

miércoles, 1 de agosto de 2012

A rebosar de mierda

Me gusta hurgar. Hurgar en las personas. Meter la uñica en sus cabecillas y hundirla hasta al fondo. Y hurgar. A veces con eso es suficiente para que salga lo que hay debajo. Lo que todos tenemos debajo. La mierda. Porque hurgues donde hurgues, siempre hay mierda, siempre.
Aunque otras veces, no basta sólo con eso. Otras veces la labor requiere mayor perseverancia, mayor incisión. Más dedos. Lo que quiero decir es que con la uñica no basta. Hay ciertos individuos que están tan sumamente repletos de mierda, que ésta se les almacena en algún lugar remoto de su interior dónde nadie puede verla. Algo parecido al tejido adiposo que todos tenemos. Es asqueroso pero vital, imprescindible para continuar con nuestra patética y superficial existencia, llena de apariencias. Y de mierda, por su puesto. A rebosar de mierda.
Me gustaría ser una de esas personas a las que no hace falta meterles un dedo, ni dos, ni tres, ni cuatro, ni la mano entera para que se derrumben. Me gustaría ser cómo mínimo de la clase de personas a las que hace falta meterles un brazo entero, por ejemplo. O de las que te absorben por completo al intentar entrar en ellas. Personas misteriosas, escurridizas, fuertes. Pero que a pesar de todo eso poseen una inmunda mierda dentro, más grande e imponente que la que llevamos todos juntos, más voluminosa y densa que la superfície terrestre entera. Y sin embargo la esconden bien, muy bien. Saben tragársela por completo y hacer ver que no está. ¿No es admirable?

Por desgracia, conmigo con la uñica basta, para que empieze a vomitar mierda.
 "Los débiles deben morir", dijo.
Y yo caí la primera.