lunes, 12 de agosto de 2013

Andaba por la acera del asadero que era la calle aquel día, cuando me dije que tenía ganas de escribir. Qué me apetecía dar rienda suelta la imaginación y hacer ver que lo veía todo por primera vez.
 Haría como si nunca hubiera visto a la señora pelopolla que salía andar cada mañana con cara de frustrada porqué no conseguía bajar de peso, o al tipo que bajaba al bar para evitar a su esposa mientras aspiraba el salón, o a la chavala que entraba en el turno del mediodía de la panadería bien peinada, y salia con el flequillo pegado en la frente y un par de quemazos más en los brazos.
También, después de andar hasta el giro de maragall, fingiría no saber nada del sudamericano que miraba los cachetes entrevistos por los pantalones cortos de las chicas que pasaban mientras hacía ver que vendía fruta, ni del sospechoso hombre con corbata que venía a pagarse las putas transcritas en facturas móviles de centenares de euros. 
Luego, tampoco parecería acordarme del extraño funcionario que aguardaba tras el mostrador de la oficina y su esquizofrenia paranoide acompañada de una movilidad gesticular involuntaria en la cara, con un doce por ciento de discapacidad que se cobraba la empresa también transcrito en euros, ni de la compradora compulsiva que le recogía cada día dos paquetes y engrosaba la lista del paro.
Haría ver que no sabía todo eso, y gritaría que el mundo es maravilloso, la vida una puta bendíción de dios y mi existencia un milagro divino e irrepetible.
Pero como lo sé, cómo se todo lo anterior debería gritar entonces que el mundo es nadamás que un pedazo de tierra en el universo plagado de seres humanos o personitas que "hacen cosas", la vida una pesadilla colmada de agonías y mi existencia tan sólo un nada de otro nada aún más grande pero tan pequeño en la inmensidad.


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