domingo, 12 de agosto de 2012

Adiós.

Adiós.
Abro la puerta. Cuatro zancadas largas. Pulso el botón. El ascensor, obediente, atiende a la llamada de inmediato. Sube a su ritmo, sin prisa. Tiro entonces de él.
Dentro, huele a pan. Es seguro que de la "boulangerie" francesa de abajo del edificio. La odio. Esa detestable y rechonchita mujer pelopolla, sólo hace que preparar a diario su ejército de pequeños pastelitos de colores, formas, tamaños y ingredientes distintos a gusto de sus serviciales clientas ancianas. Viejas.
En Barcelona sólo hay viejas.
Sigo en el ascensor. Le sonrío al espejo.
No, que asco, mejor con la cara triste. Me gusta la cara triste. La que se te queda al haber llorado, los ojillos cristalinos y las mejillas empapadas, el dulce olor a sal, la respiración agitada.
Estoy como una puta chota.
0. Empujo el armatoste que me oprime con su pesada losa, y salgo al exterior.
Pasillo. Luz. Puerta. Viejas. Banco. Asfalto. Viejas, banco, asfalto.
Y así hasta la saciedad.
El perro estropajoso que acapara el carril bici no tiene ojos. Se camuflan bajo su encrespado pelo, de tirabuzones, con rojizos y con caída triste. Pésimo. Pelopolla. El dueño, calvo tendría una peluca y taparrabos incluido a juego con el de la francesa.
Me río. Me ha visto. Sonríe.

No encontré el parque. A decir verdad tampoco quería ir.
Acabé andando sin reglas, por dónde tenía que ir. Por dónde sí quería ir. Siguiendo los recargados farolillos que vestían  de gala la avenida. Viendo nada al mismo tiempo que veía todo. Estando sin estar.
Ahora, pero, las viejas si saben que estoy y me miran. No les gusta que este en el banco de enfrente.
Me voy detrás del hombre americano que vociferando, guía a su familia. Me uno al rebaño.

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